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- Madre Verónica Berzosa ante el COVID-19: «Si el hombre no vuelve a Dios, el abismo será ineludible»

Madre Verónica Berzosa, superiora y fundadora de Iesu Communio lanza un mensaje de esperanza ante la situación producida por la pandemia del coronavirus: «Dios no tiene un designio de aflicción sobre nosotros. Precisamente en medio del dolor Dios nos está amando», ha asegurado. «Nuestra tierra ha sido zarandeada, nos sentimos desarmados ante esta pesadilla. Nos han separado del amor de nuestros seres queridos. Nos sentimos impotentes, necesitamos gritar. Nuestro corazón está turbado y somos incapaces de darle consuelo y paz»

* «Estos días nos han llegado cientos de llamadas de creyentes y no creyentes que han mostrado dolor, lágrimas, impotencia, rabia, peticiones de oración, preguntas… Y todo eso ha traspasado nuestro corazón: ¿Por qué Señor? ¿Por qué Dios permite tanto sufrimiento si es tan bueno?… Pero la respuesta solo puede proceder de un Dios que se implica en el dolor y que nos dice: “Yo estoy, no temáis”… El hombre en el dolor le pide explicaciones a Dios, sin comprender que precisamente en medio del dolor Dios nos está amando. El hombre acusa a Dios, en vez de ver su necesidad de conversión. Porque la vida es un don, no una prueba y unos a otros no nos podemos dar coraje ni respuestas ante tanta angustia: al corazón solo alcanza el consuelo de Dios»
El horizonte de la muerte suscita la pregunta sobre la vida

Tantos nos han preguntado cómo afrontar este momento con esperanza. Todos necesitamos una palabra de consuelo en este tiempo de desconcierto, de sufrimiento, dolor y miedo. Nuestra tierra ha sido zarandeada, nos sentimos desarmados, expuestos sin defensa a lo que parece ser una gran pesadilla.

El dolor alcanza al hombre en el centro de su persona. Cuando nos enfrentamos a la muerte y a la separación de un ser querido, cuando hacemos la experiencia del dolor punzante frente a lo que nos sentimos impotentes, tenemos necesidad de gritar a alguien que ayude a nuestro corazón turbado y desesperanzado, porque somos incapaces de dar paz a nuestro corazón. Nos creíamos dueños de la vida, pero estos días más que nunca ponen en crisis nuestras actitudes autosuficientes. No tenemos en nuestras manos nuestra existencia ni la de los demás.

Desde el inicio de la pandemia una lluvia de llamadas —cientos, créanme— cayó sobre nuestra casa. Creyentes y no creyentes expresaban todo tipo de dudas, dolor, lágrimas, impotencia, rabia, esperanza, petición de oraciones… y hasta preguntas a veces heladoras… Todas traspasaban nuestro corazón y, como Iglesia orante, eran presentadas ante nuestro Señor.

Trato de agrupar las distintas llamadas que escucho:

Dolor y fe

—Recen, por favor, sabemos que estamos en las Manos de Dios, pero necesitamos ser sostenidos en esta hora en que todos creemos desfallecer.

—Orad, hermanas, mi padre agoniza en soledad, sin poder ni despedirnos de él…

Cuando el creyente pregunta: «¿Por qué, Señor…?», tras este interrogante se esconde la búsqueda de sentido. La respuesta solo puede proceder de Dios, que no nos consuela con profundos discursos sobre el mal, sino que dice: «Yo estoy con vosotros, mío es vuestro sufrimiento».

Entre esas llamadas también percibíamos miradas de poco alcance

—Espero no contagiarme y poder seguir con los planes que tenía proyectados, por los que llevo luchando tanto tiempo; que este enemigo no tire por tierra mis esperanzas.

—Con un poco de suerte, pasará pronto. Con tal que no me toque a mí ni a nadie de mi familia… Es un mal momento, pero todo volverá a ser como antes.

—¿Por qué tengo que sufrir yo, precisamente yo, y ahora?

Cuando el hombre se repliega, se hace un ovillo y le resulta imposible levantar la mirada de sí. Ante la frustración que siente, protesta con agresividad, porque su dolor cae en el vacío, sin respuesta, y le invade el pensamiento de no tener salida. Cristo no es simplemente, en el horizonte del designio salvífico, como un mago para nuestros casos de avería, emergencia o accidente.

Las quejas heladoras…

—No cabe tener fe… ¿por qué Dios permite tanto sufrimiento, si es un Dios bueno y omnipotente?

El hombre, en su prepotencia, dice en ocasiones no tener fe, pero en el dolor le pide a Dios explicaciones; se siente víctima, sin comprender que en medio del dolor Dios nos está amando, y el verdadero amor corrige, educa y guía. La vida es un don de Dios, no una prueba imposible a la que Dios nos somete. Tantas veces el hombre acusa a Dios en vez de ver su necesidad de conversión. Al abandonar a Dios, la criatura queda oscurecida.

Acerca de la creación

—Si Dios es el creador del cielo y de la tierra, ¿acaso es un Dios impotente que no puede dominar lo creado?

La creación también anhela su plenitud, su pascua. El universo sufre dolores de parto hasta que Cristo sea todo en todos[1]. La libertad del hombre tampoco resulta inofensiva para el cosmos; cuando la creación es manipulada, a veces se violenta y se rebela.

Escribió san Agustín: «El Dios omnipotente […], como es sumamente bueno, no permitiría jamás la existencia de ningún mal en sus obras si no fuera tan poderoso y tan bueno como para lograr sacar del mal mismo el bien».

Y finalmente, las llamadas más sorprendentes y repetidas:

—Alguien tenía que parar la marcha destructiva que llevábamos, el ‘todo vale’, pero… ¡no todo vale! El mundo se precipitaba vertiginosamente a un abismo de dolor sin fondo. ¿Quién podría salvarnos del desastre final al que puede llevarnos una vida sin dirección?

Comprendo el dolor de tanta gente y, sin duda, también sería el mío si no encontrara respuestas que puedan darnos sólida esperanza. Reconozco como don incomparable tener fe en Jesucristo resucitado. En esta hora, el apoyo inmutable es su Palabra para el camino y la gracia del Espíritu Santo, que nos precede para recorrerlo sin un miedo paralizante: «Solo debemos a Jesucristo no tener miedo a nada», escribía la Hnita. Magdeleine.

Su Palabra nunca pasa[2] y es la que da sentido y conforta nuestra vida, también hoy. Ante la visión de un mundo que sufre y agoniza, amenazado desde tantos frentes, nos mantiene en pie la verdad tejida en nuestra entraña que confesamos con san Pedro: «¿A quién vamos a acudir? Solo Tú tienes palabras de vida eterna»[3]. Solo Él tiene las respuestas verdaderas que dan respiro a nuestro corazón, creado a su imagen y para ser formado a semejanza de su amor. Solo la esperanza bien fundada en Él nos libra del miedo opresor.

El Maestro dijo: «No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en Mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas»[4]. Precisamente Jesús dice estas palabras a sus discípulos como consuelo en el momento en que se encontrarán frente a la muerte de su Maestro. Jesús les revela el secreto de la paz de su propio corazón: abandonarse en Dios Padre con la certeza de que la vida no cae en el vacío, ni siquiera en la muerte, sino en Dios mismo; que la vida es una larga vuelta, un retorno a la casa del Padre; y que la muerte viene a ser la última puerta que se abre para concedernos vivir eternamente en el Amor, en el Padre, que es nuestra morada definitiva.

El dolor de Cristo

Escribía el beato Isaac: «El Esposo ha dado todo lo suyo a la esposa y la esposa dio todo lo suyo al Esposo. Participa Él en la debilidad y en el llanto de su esposa, todo resulta común entre el Esposo y la esposa».

Descubro en la mirada del Esposo un inmenso dolor: «Yo no he venido para condenar sino para salvar al mundo»[5].

Aún tengo ante mí el romper a llorar de Cristo el Domingo de Ramos, al ver a su ciudad amada, la niña de sus ojos, en ruinas, deshabitada, zarandeada por el enemigo, desolada… Él no tenía ese designio de aflicción sobre nosotros y expresó el motivo de su llanto: «Yo quise estrecharte contra Mí, que entraras en el amor y reuniros en unidad, pero tú no has querido. Ojalá comprendieras hoy el camino que conduce a la paz y al descanso»[6].

Verdaderamente el dolor es el precio del amor; y Él nos amó hasta el extremo[7]. Él no abandona jamás a su criatura, la obra de sus manos. No puede tolerar lo que en su criatura atenta contra la plenitud para la que fue creada; ha querido hacernos partícipes de su bien, de su bondad, de su belleza y verdad.

Ante su dolor, solo puedo enmudecer y, como aquella mujer, María de Betania[8], seis días antes de la Pasión, postrarme ante Él y adorar… El dolor y el sufrimiento no es una realidad que afecte solamente al hombre, sino que ha afectado a Dios mismo: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único»[9]. Y hoy, después de siglos, aún permanece la desconfianza en torno a Jesús, las redes de muerte, la dureza de corazón, tramar ocultarle de la vista…

Como escribía el entonces Card. Ratzinger: «¿No comienza nuestro siglo a ser un gran Sábado Santo, día de la sepultura de Dios, al vivir un eclipse del sentido de Dios, de amnesia voluntaria? El hombre queda con un vacío helador en el corazón, que se hace cada vez más grande…».

El mayor sufrimiento y pobreza del hombre de hoy es no reconocer la ausencia de Dios como ausencia. Escribía Teilhard de Chardin: «El mayor peligro que puede temer la humanidad de hoy no es una catástrofe que le venga de fuera, ni siquiera la peste; la más terrible de las calamidades es la pérdida del gusto de vivir». El verdadero peligro que se cierne sobre la vida no es la amenaza de muerte, sino la posibilidad de vivir sin sentido, vivir sin tender a una plenitud mayor que la vida y la salud.

¿Para qué queremos la salud, por qué vivimos? Lo más bello e importante que le sucedió al ciego de nacimiento[10] no fue el hecho de recuperar la visión de sus ojos, ya que sus ojos, pronto o tarde, se apagarían otra vez por la enfermedad, vejez o muerte. El momento más conmovedor de este episodio evangélico no es la curación sino el hecho de ver a Jesús. Y encontró y reconoció al Hijo de Dios cuando vio su rostro, escuchó su voz y lo dejó entrar en su vida. Entonces dijo: «Creo, Señor». Y se postró ante Él.

El hombre que no se encuentra con el Resucitado es para sí mismo un enigma sin resolver, porque no conoce su identidad ni encuentra el sentido ni el valor de la vida, ni la respuesta a la sed más profunda del corazón.

Al menos esta ha sido mi experiencia. Hoy podría decir que mi mayor sufrimiento fueron los años de ausencia de Cristo, el no afrontar la vida y la muerte de frente. Mi desorientación estaba en no buscar el centro que anima la vida hasta la meta, no abrazar el corazón que da sentido a cada uno de los pasos y paradas que se precisen y sobrevengan. Pero no podía acallar mi sed más honda. Así, en los momentos en que todo parecía sonreírme, una voz en mi interior me inquietaba: «¿Y en verdad esto te basta? ¿Y si hoy te quedaran tres días de vida?, ¿podrías afirmar: ‘Mi vida es una vida cumplida’?». Entendí que la gravedad de la vida no es cometer más o menos errores, sino errar una vida entera.

Solo cuando me dejé alcanzar por Cristo resucitado y empecé a latir en su corazón, comencé a gustar la vida, el gozo de vivir. Y la verdad es que me apasiona vivir; la vida me parece un don único, sagrado. Con san Ireneo, esta es la verdad que puedo afirmar: «La vida del hombre es ver a Dios».

Pero… ¿íbamos viento en popa?

Decimos estar inmersos en una guerra total, amenazados por un enemigo letal que quiere invadirnos y arrebatar nuestra salud y nuestras vidas. Pero… ¿íbamos viento en popa? Creo que no. Todos reconocemos y sufrimos que vivíamos antes de ‘este enemigo’ tiempos grises que amenazaban con atardecer y acabar en noche cerrada.

Vivimos sobreviviendo a las emergencias, de sobresalto en sobresalto, buscando la resolución del peligro inminente, pero con el gran miedo de que siempre habrá una nueva emergencia al acecho que vuelva a poner a prueba todas nuestras medidas temporales.

Este golpe nos parece el de mayor sufrimiento, pero… ¿quizá es que nunca antes nos había tocado directamente a nosotros?

Una vez más, la tormenta pasará, muchos sobreviviremos con la herida de un gran golpe. Pero ¿realmente solo esperamos a que pase esta pandemia y seguir viviendo como estábamos? ¿Acaso no estábamos envueltos, como muchos afirman, en una cultura de muerte? Una mirada breve a nuestro mundo roto: sufrimiento en las familias, ¿nuestros niños tienen un entorno para crecer sanos?, ¿vemos orientados y felices los rostros de los jóvenes?, tantas veces sacamos a nuestros mayores de nuestra vida y los confinamos a una profunda soledad, tratamos de ocultar de la vista lo que evidencia nuestros límites: la enfermedad, la muerte…

Sinceramente creo que el enemigo letal no es el microorganismo, sino la falta de sentido de toda nuestra vida.

El Evangelio narra la historia de un joven rico[11] que se acercó a preguntar a Jesús: «Maestro, ¿qué me falta para tener vida eterna?», consciente de que era imposible para él. Jesús le responde: «Rinde todo lo tuyo y sígueme, ¿qué te falta? Te falto Yo. Yo soy la Resurrección y la Vida». Y la historia cuenta que aquel joven rico se marchó consigo mismo, acompañado así de su tristeza y abatimiento.

La promesa de Cristo no es solo sobrevivir sino resucitar. Vivir para sobre-vivir en el fondo es una elección de muerte, de miedo, que nos hace perder la alegría y el gusto de vivir el presente como un instante consagrado donde el Dios eterno quiere que participemos de la comunión con su ser, que es amor.

La historia del Titanic ¿se vuelve a repetir?

Quiero dar unas pinceladas sobre un hecho real, cuyo aniversario acabamos de recordar y que me resulta muy elocuente. Se trata de la historia del gran Titanic. ¿Se vuelve a repetir?

Su nombre: Titanic, por considerarse titánico, insumergible.
Su singular lema: «Ni Dios lo hunde».
Construido con el optimismo propio de una época de decadencia. Considerado un palacio flotante. Diseñado para hacer la competencia a las compañías de transatlánticos rivales.
Entre sus más de 3.000 pasajeros, se encontraban millonarios, nobles, artistas famosos… y también una multitud de inmigrantes rumbo a Estados Unidos a hacer fortuna.
Durante los dos días anteriores al naufragio recibieron varias alertas, pero no hicieron caso; ni siquiera disminuyeron la velocidad ante un posible peligro.
Pero he aquí lo impensable: que un iceberg este día también venía a gran velocidad hacia el transatlántico; uno contra el otro.
El vigía no divisó el iceberg hasta que lo tuvieron encima.
El choque produjo una grieta en un lateral y comenzó a inundar el barco. Al no ser un choque frontal evidente, no se alarmaron.
Pero el navío estaba mortalmente herido.
Nadie era consciente de la gravedad. En medio de su gran fiesta comentaban: «Esto es un exceso de precaución».
Solo llevaban botes salvavidas para la mitad de los pasajeros, y ni siquiera salían llenos porque… ‘no se iba a hundir’.
Los pasajeros de 1ª clase no podían mezclarse con los de 2ª y 3ª. Les cerraron puertas, muchos quedaron atrapados.
Cuando pidieron auxilio, ya era demasiado tarde. Nadie fue en su ayuda.
El navío entra en agonía.
Para que no cundiera el pánico, se ordena a la orquesta que toque música alegre. Las últimas canciones fueron: «Cerca de ti, Señor, quiero estar» y «Otoño: Dios de piedad y de misericordia, inclínate».
Se estaba abocando a la muerte a cientos de personas al compás de los acordes de la orquesta.
El barco se partió en dos y se hundió en el corto plazo de 2 horas y media. Solo realizó su viaje inaugural, el primero y el último, 4 días de vida.
No quedó nada de un barco que debía navegar sobre sueños.
El hombre, al olvidar a Dios, acaba magnificándose a sí mismo y vive en la mentira de creer y hacer creer a todos que somos capaces de hacerlo todo sin Él. El río que se separa de su fuente podrá continuar viviendo algún tiempo, pero terminará secándose. Un árbol privado de sus raíces sufrirá el mismo destino.

Escribía Benedicto XVI: «El hombre es una criatura de Dios. Hoy esta palabra, ‘criatura’, parece casi pasada de moda. Se prefiere pensar en el hombre como en un ser realizado en sí mismo y artífice absoluto de su propio destino. La consideración del hombre como criatura resulta incómoda, porque implica una relación esencial y ontológica con el Creador.

El hombre no quiere recibir de Dios su existencia y la plenitud de su vida. Prefiere contar únicamente con el conocimiento que le confiere el poder. Más que el amor, busca el poder, con el que quiere dirigir de modo autónomo su vida». Vuelto hacia sí, se hunde en el vacío, en la desesperanza y la muerte. Quien utiliza su libertad contra Dios y se idolatra a sí mismo se convierte en causa de dolor para los demás.

¿Puede ser esta la imagen del hombre-iceberg? Se congela lo más verdadero de él y se hace de hielo, se encripta lo mejor del hombre: su corazón.

El hombre-iceberg, al margen de su Creador, movido más por el poder que por el amor, construye ‘Titanic’, una obra hecha en delirios de grandeza que acaba colisionando contra él mismo y contra la vida de otros. La propia obra del hombre se vuelve contra él.

El hombre sale del paraíso de Dios y se crea su paraíso artificial. Quiere sobrevolar los límites como si no existieran y saltar los obstáculos ante los que es impotente.

Cuando el hombre elimina a Dios de su horizonte, ¿es verdaderamente más feliz, se hace más libre, más poderoso? Al final el hombre se encuentra más solo en un entorno más dividido y confundido.

Solo si el hombre deja a Dios que sea Dios en su vida, no caminará de temor en temor, de sobresalto en sobresalto.

Para creyentes y no creyentes, ¿no podría ser una alerta de gracia y no solo un enemigo demoledor? ¿Podría ser una alerta de esperanza para crear por fin un mundo nuevo de verdad?

Pienso que el microorganismo que ha tirado por tierra todas nuestras potentes armas y seguridades podría ser tan solo la punta de un iceberg. Y una vez más destruimos la punta y creemos que nos hemos liberado del iceberg entero. Pero no es así. La punta del iceberg esconde un universo oculto; solo es visible una octava parte de su tamaño. En lo profundo de nuestro océano hay entrañados problemas vivos y palpitantes, y el mayor peligro es cerrar los ojos y no querer mirar. Lo que se congela no queda resuelto.

Gastamos nuestro tiempo y energías en vano cuando nos movemos solo en la superficie y maquillamos solo lo visible, la apariencia. «Tranquilos, todo está bien», nos decimos.

La punta del iceberg nos golpea y despierta; nos invita a adentrarnos en lo más hondo de nosotros mismos para no volver a construir nuestra casa sobre arena, sino sobre la roca firme[12]. Todas nuestras costosas seguridades y apoyos han sido puestos a prueba y hemos comprobado que nuestros cimientos no son estables. Nos creíamos muy seguros y, de golpe, todo amenaza con derrumbarse.

Pero hay esperanza… ningún hombre es un iceberg a la deriva en el océano de la historia. Debajo del hielo hay vida, pero se necesita el fuego, el calor del Espíritu para que el hielo se rompa y se haga visible la vida. Sabemos bien que ser salvado no es escapar del peligro inminente, es ser liberado del mal más oculto.

Hoy puede ser el momento de ver nuestra verdad; la Vida, la esperanza sale a nuestro encuentro. Nuestra esperanza es una persona: Cristo resucitado. Su Espíritu de fuego quiere traspasarnos. Un témpano, por más grande y compacto que sea, puede derretirse con una fuente de calor potente. El hielo se deshace con calor y con tiempo, pero se deshará solo si mantenemos activa y permanente la fuente de calor.

¿No se aprende nada del dolor, no hay nada que aprender? ¿No tienen nada que decirnos las alertas y sufrimientos del pasado? Una superviviente del Titanic dijo: «El desastre me abrió los ojos. Yo pienso que la muerte de tanta gente no fue en vano». Si el hombre no vuelve con todo su corazón a Dios, todo volverá a ser como antes y el camino hacia el abismo será ineludible.

Venga a nosotros tu Reino

En este tiempo de Pascua de resurrección nos detenemos en un evangelio de Juan: «La aparición a los discípulos»[13].

El primer día de la semana…

Hoy es un día nuevo… ‘el primer día de la semana’, el día hecho por el Señor para nosotros, para devolver al mundo herido y sufriente su belleza y su inocencia inicial, el paraíso perdido, radiante aún más de nuevo esplendor.

La salvación de Cristo no es solamente una ayuda que nos arranca de un peligro, como alguien que se lanza al mar para llevar a la orilla al que se está ahogando. La salvación en Cristo es hacer una criatura nueva[14].

Verdaderamente dramático sería que, recibiendo sin falta la visita del Sol que nace de lo alto, cerremos los ojos para permanecer en tinieblas y en sombra de muerte[15].

Encerrados por miedo

El recuerdo de la muerte tan atroz de su Maestro caía sobre ellos como una losa y les había hecho encerrarse en casa y cerrar las puertas. Las puertas bien cerradas son su defensa.

Atardecía, pero ‘la noche’ ya había entrado en el corazón de aquellos hombres. Había entrado la duda, la dispersión y la desunión, el desencanto y la desesperanza, el miedo…

Juan admite que la razón principal de su ‘estar juntos’ era el miedo. A lo mejor pensaban que juntos serían más fuertes para defenderse. El miedo a veces puede crear unidad.

Como los discípulos, unos a otros no podemos darnos coraje, valentía, respuestas… Al corazón de todo sufrimiento y de toda angustia solo alcanza el consuelo de Dios, que es más fuerte que toda tentación de desánimo: «Dios Padre nos consuela en toda tribulación hasta el punto de poder nosotros consolar a los que están en cualquier lucha mediante el consuelo con que nosotros somos consolados por Dios»[16].

Sin Él nosotros mismos sufrimos el encierro de un sepulcro… «Ojalá tengamos hoy la audacia de José de Arimatea que tuvo la feliz inspiración de ofrecer su tumba a Cristo. ¡Cuántos sepulcros, cuántas cosas muertas hay dentro de nosotros! Ofensas, heridas, rencores, venganza, tantas cosas no perdonadas que nos hacen vivir una vida triste… Abramos a Cristo de par en par nuestras puertas, dejemos que entre en nuestro sepulcro Aquel que tiene las llaves de la muerte y del abismo, que puede superar todos los obstáculos, atravesar barreras, abrir cerrojos, ahuyentar tinieblas, y comencemos a gustar y disfrutar de su Salud»[17]. Para abrirle la puerta es necesario comprender que sin Cristo no podemos hacer nada y que estamos perdidos en medio de la tormenta.

Y se sitúa Jesús en medio de ellos…

Esta situación de angustia de los discípulos cambia radicalmente con la llegada del Resucitado. Entra a pesar de estar con las puertas cerradas.

Hoy, en nuestra casa, Él tiene una cita con nosotros. Su Presencia quiere traernos la salvación. Cristo vuelve victorioso y quiere llegarse a nosotros y entrar en lo más íntimo de cada uno, templo de Dios, para habitar nuestro interior: «Vendremos a él y haremos morada en él»[18]. Está a la puerta y llama, pero no forzará la entrada… Bastaría un tímido ‘acuérdate de nosotros’. Parece pedirnos todo cuando, en realidad, viene a nuestra casa a ofrecerse totalmente a Sí mismo.

… y les dijo: «Paz a vosotros»

La paz de Jesús entró definitivamente en los Once: «Paz a vosotros».

Un saludo pascual. Palabra que toca lo más profundo de sus corazones y produce un cambio interior, una victoria mansa y redentora sobre su miedo. Paz que trae salvación a su casa.

Shâlom, comunión íntima e inseparable con el Señor vivo; Él tiene las llaves de la muerte y de todo abismo.

Trae la paz verdadera, la paz que no se acaba, no la que da el mundo; la paz fruto de la entrega, fruto de la gran victoria sobre el pecado y la muerte lograda a precio de su sangre. «He resucitado, vuestra es mi victoria».

Si Cristo no hubiera resucitado, no solo sería vana nuestra fe, sino también nuestra esperanza, porque el mal, la muerte nos tendría como rehenes.

Dicho esto, les mostró las manos y el costado

Ahora Jesús les invita a contemplar su Cuerpo: muestra a los discípulos las llagas de las manos y del costado. La Humanidad gloriosa permanece ‘herida’.

«Cristo conserva en su cuerpo resucitado las señales de las heridas de la cruz en sus manos, en sus pies y en el costado. A través de la resurrección manifiesta la fuerza victoriosa del sufrimiento, y quiere infundir la convicción de esta fuerza en el corazón de los que escogió como sus apóstoles y de todos aquellos que continuamente elige y envía»[19].

Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor

La alegría que nace en su corazón deriva de ver al Señor. Primero sentían miedo, después, cuando Jesús se pone en medio de ellos, sorpresa, incredulidad y, al fin, alegría. Es más, la incredulidad y la alegría van juntas. No se trata de creer solo que Jesús es el Resucitado; se trata de conocer y experimentar el poder de la resurrección. ¡Resucitó de veras mi esperanza!

Y aunque otra vez hoy atentara un viento contrario que tratara de obstaculizar un nuevo camino abierto ya, si se hace borrascoso el océano de la historia, ¡que nadie ceda al desaliento ni a la desconfianza!

¿La alegría es una utopía en situaciones de sufrimiento? La alegría es lo más necesario en los momentos difíciles. Los Hechos de los apóstoles dicen que los discípulos llenaban las ciudades de alegría[20], de una alegría honda, serena y contagiosa.

Una forma sibilina de no acoger el don, tiñéndolo de caridad, sería no transmitir la esperanza ni la confianza de la fe, alegando que no es solidario estar alegres cuando tantos sufren. La alegría del cristiano es saber que nada podrá separarnos de su amor[21].

El Papa Benedicto XVI afirmaba tan osadamente: «Si nos fijamos, observaremos que ahora la alegría espontánea, sincera, escasea cada vez más. Cuando nos alegramos de algo es como si temiéramos faltar a la solidaridad con los que sufren e incluso pensamos: ‘No debo alegrarme tanto con tantas necesidades y tanta injusticia como hay en el mundo’.

Esa conclusión es un error, porque con la pérdida de la alegría no mejora el mundo. Al revés, no alegrarse en aras del sufrimiento no ayuda nada a los que padecen. Este mundo necesita muchos hombres y mujeres que descubran la alegría sana que trae el Resucitado.

Una serenidad que se basara en no querer enterarse de los grandes males de la historia no sería tal serenidad; hay que dirigir la mirada con esa luz que nos da la fe y ver que el bien también está ahí.

Conviene no caer en un moralismo sombrío y taciturno incapaz de alegrarse con nada; por el contrario, hemos de mirar toda la belleza que hay a nuestro alrededor y oponer una fuerte resistencia a lo que destruye la alegría».

«Como el Padre me envió, también Yo os envío. Recibid el Espíritu…»

«Recibid el Espíritu, acoged mi salvación y salid, os envío como testigos de mi resurrección». De temerosos y con las puertas cerradas a testigos de la resurrección, de una nueva alianza sellada en la Sangre de Cristo. Testigos de que el amor es más fuerte que la muerte[22], que nuestras tensiones, conflictos, esclavitudes del maligno; más fuerte y victorioso que la tristeza y el dolor.

El fuego del Espíritu está entre nosotros, con su soplo derrite nuestro hielo y nos infunde un corazón nuevo.

Nuestro Papa Francisco nos alertaba: «Muchos prometen períodos de cambio, nuevos comienzos, renovaciones portentosas, pero la experiencia enseña que ningún esfuerzo terreno por cambiar las cosas satisface plenamente el corazón del hombre. El cambio del Espíritu es diferente: no revoluciona la vida a nuestro alrededor, pero cambia nuestro corazón; no nos libera de repente de los problemas, pero nos hace libres por dentro para afrontarlos; no nos da todo inmediatamente, sino que nos hace caminar con confianza, haciendo que no nos cansemos jamás de la vida».

Entrar en el sueño de Dios

A veces una se atreve a entrar en el sueño de Dios sobre nosotros. ¿Qué sería un mundo que dejara reinar a Jesucristo resucitado? Es decir, ¿qué sería un mundo en el que reinase el amor, la justicia, la bondad, la comunión, la verdad, la belleza? El hombre podría desplegar sin reserva su inmensa capacidad de amar y de pasar haciendo el bien.

El cristianismo es la revolución del amor. ¿A quién no le fascina encontrarse con esas personas sabias que irradian y transmiten la mirada de lo eterno sobre la realidad? Saben estar en la vida, tan presentes y entregadas; hacen lo que conviene hacer y saben dejar a otros hacer cuando así conviene. Personas sencillas, humildes, a veces gravemente extenuadas, que nos hacen presente la bondad y belleza del rostro del Amor que las habita.

Vivir de la fe no significa estar sin más y no hacer nada, o soñar con los ojos abiertos, sino que es hacerlo todo animados por el Espíritu de amor, con ternura y mansedumbre, con la certeza inquebrantable de que Dios es providente y puede lo imposible para el hombre.

El libro de los Hechos de los apóstoles nos describe las comunidades de los primeros cristianos: vivían unidos, repartían sus bienes según la necesidad de cada uno, oraban juntos con perseverancia y con un mismo espíritu. Vivían ya en esta tierra en la paz de saberse a salvo, vivían en el descanso de que Dios-Amor es el único dueño y salvador de nuestra vida y de nuestra historia, ahora y por siempre[23].

Es el Espíritu de Cristo resucitado derramado en nosotros quien hace posible la victoria de su amor: «El amor es paciente, es servicial, no tiene envidia, no presume, no se engríe, no es orgulloso; no es maleducado, no busca su interés, no se irrita; no lleva cuentas del mal, no se alegra de la injusticia, goza con la verdad. Todo lo perdona. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta. El amor disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites. El amor no acaba nunca»[24].

No es una utopía. El cristiano está llamado a encarnar el Evangelio con una entrega siempre en camino de conversión. Conscientes de nuestra fragilidad, pero con la experiencia de ser amados y perdonados, «hemos conocido el amor y hemos creído en él»[25]. Puedo afirmar, llena de agradecimiento, que uno de los mayores privilegios que Dios me ha concedido es vivir en una comunidad cristiana de mujeres consagradas.

Testigos de esperanza

El hombre, obra de las Manos de Dios, en momentos de dolor, cuando ocurre una emergencia, descubre en su interior un depósito oculto de confianza y de compasión y amistad, y se apresura a ayudarse mutuamente. ¿Por qué no vivir siempre así, con la humildad propia de ser criatura, con esa gran sensibilidad al drama de la vida de los demás, responsables unos de otros para el bien y para el mal, conscientes de la gravedad de nuestras elecciones y de nuestros comportamientos —que nunca son insignificantes—, con gran sensibilidad a la compasión hasta exponer la vida unos por otros?

Me roba el corazón ver cristianos que aman de verdad, que viven con sobrecogedora dignidad la prosperidad y la adversidad, la salud y la enfermedad, en definitiva, todos los avatares y los momentos de la existencia, incluso la temida vejez y la muerte, abiertos al don del Espíritu de Cristo resucitado que les permite vivir la cruz no desde la rebeldía y la desesperanza sino desde la fecundidad de la obediencia, confiados en la misericordia de su Señor, que les ha prometido vivir eternamente con Él.

Quiero traer aquí un testimonio vivido en mi propia comunidad. Estoy tan agradecida por esas personas creyentes que Dios me ha regalado en mi peregrinar…

El sufrimiento ha llamado también a la puerta de nuestra casa. He visto lágrimas de dolor y esperanza en el rostro de mis hermanas; algunas hermanas que han perdido padre o madre, incluso algún hermano joven, y algunos aún se debaten en la UVI entre la vida y la muerte. Cuando yo trataba de consolarlas, recibía de ellas consuelo.

Mientras los suyos agonizaban sin la presencia física de sus seres queridos, ellas me decían: «Madre, qué dicha tener fe. Gracias por haberme enseñado a vivir y a afrontar incluso las situaciones más dolorosas y dramáticas que yo, por mí misma, jamás hubiera podido encajar, y mi respuesta solo habría sido la rebeldía y el victimismo. Pero hoy, por gracia, tengo dentro de mí, en comunión con vosotras, el sí de Cristo al designio del Padre que le ama y solo Él sabe lo que nos conviene. No puedo dudar que la vida de mi padre, de mi madre, de mi hermano descansa en sus Manos amorosas, porque somos suyos; en la vida y en la muerte somos del Señor».

Le he pedido permiso a una de mis hijas para compartir con vosotros el impacto recibido al leer el testamento que su padre, un gran creyente, ha dejado a su hija:

«Si estás leyendo esta carta es señal de que he subido al Padre y ya no estaré más entre vosotros. Pero no estés triste, porque lo que vais a enterrar es solo mi cuerpo, ya que mi alma estará gozando del rostro de Dios; y digo eso no porque haya sido mejor o peor que otros, sino porque confío plenamente en la misericordia del Señor.

A veces me pregunto: ¿Qué hemos hecho para obtener tantas bendiciones de Dios?, ¿por qué ha escogido a una de mis hijas para ser su esposa? Como verás, toda nuestra vida ha sido una clara manifestación del inmenso amor que Dios nos tiene.

Así pues, no estés triste, reza por mí, tú que estás tan cerca del Señor, para que me perdone todas mis culpas y, como dice el cántico: ‘Al despertar me saciaré de tu semblante, Señor’.

Ojalá que el Señor te conceda seguir adelante en tu vocación y crecer en la fe junto a tus hermanas. Sin duda, has escogido lo mejor.

Te quiero pedir un favor: Cuida la fe de tus hermanos y permaneced siempre unidos, y si tu madre vive aún, no te olvides de ella, que se quedará muy sola. Reza para que el Señor la sostenga cada día.

Perdona a todas aquellas personas que nos hicieron daño, reza por ellas todos los días y lograrás un gran alivio en tu interior. No olvides que nadie es inocente frente a Él.

Busca al Señor todos los días de tu vida, espera la llegada del Esposo y serás dichosa.

Cuidaos mucho todas.

Te quiere con locura tu padre

J.L.».

Quien mira la vida con fe no muere y, si muere, será para entrar en la vida eterna. «Acuérdate, Señor, de tus hijos que nos han precedido con el signo de la fe y duermen ya el sueño de la paz»[26].

Mirar la vida desde la meta

Es gran sabiduría aprender a mirar la vida desde la meta. Lo que no tiene valor al final de la vida no lo tiene ahora.

Ojalá haya un después en nuestras vidas, un vivir con la conciencia de que cada momento de nuestra vida sea el primer momento, el único momento y el último momento.

Permitidme para finalizar leer un testimonio de santa Isabel de la Trinidad, carmelita de 26 años, acerca de la grandeza de la fe que puede traspasar un joven corazón en la víspera de pasar a la casa del Padre:

«Se aproxima la hora en que voy a pasar de este mundo a mi Padre, y antes de partir quiero enviarte una palabra salida de mi corazón, un testamento de mi alma. Jamás el corazón del Maestro estuvo tan desbordante de amor como en el instante supremo en que iba a separarse de los suyos. Me parece que algo parecido pasa en el corazón de su pequeña esposa en el ocaso de su vida y siento como una oleada de amor que va de mi corazón al tuyo.

A la luz de lo eterno el alma ve las cosas en su verdad. Todo lo que no ha sido hecho por Dios y con Dios está vacío. Os lo ruego, marcad todo con el sello del amor, solo esto permanece.

La vida es cosa seria y cada minuto se nos da para enraizarnos más en Dios, para asemejarnos a nuestro Maestro con más evidencia, con una unión más íntima.

Y para realizar este plan que es el plan de Dios he aquí el secreto: olvidarse de una misma, despojarse, no tener cuenta de sí, mirar al Maestro, no mirar sino a Él y recibir igualmente como venidos directamente de su amor la alegría o el dolor; esto coloca al alma en las más serenas cumbres…

Te constituyo depositaria de mi fe en la presencia de Dios, del Dios todo amor que habita en nosotros. Quiero comunicarte mi secreto: esta intimidad con Él en el santuario de mi corazón ha sido el hermoso sol que ha iluminado mi vida convirtiéndola en un cielo anticipado. Es lo único que me sostiene hoy en medio del sufrimiento.

No me infunde miedo mi debilidad, antes bien mi confianza brota de ella porque el Fuerte está en mí y su energía es omnipotente. Ella obra mucho más de lo que yo podía esperar. Todo pasa, todo pasa, en la tarde de la vida solo queda el amor».

Esta es nuestra esperanza: la luz radiante de Pascua, la victoria del Resucitado en su criatura amada.

Estáis en nuestra oración siempre.

Vuestras hermanas de Iesu Communio

Sor Verónica Berzosa

Superiora de Iesu Communio

[1] Cf. Rm 8, 22.

[2] Cf. Mt 24, 35.

[3] Jn 6, 68.

[4] Jn 14, 1-2.

[5] Jn 12, 47.

[6] Cf. Lc 19, 41-42.

[7] Cf. Jn 13, 1.

[8] Cf. Jn 12, 1-8.

[9] Jn 3, 16.

[10] Cf. Jn 9.

[11] Cf. Mt 19, 16-22.

[12] Cf. Mt 7, 24-27.

[13] Jn 20, 19-23.

[14] Cf. Ap 21.

[15] Cf. Lc 1, 78-79.

[16] 2Co 1, 3-4.

[17] M. I. Rupnik.

[18] Jn 14, 23.

[19] San Juan Pablo II.

[20] Cf. Hch 8, 8.

[21] Cf. Rm 8, 35.37-39: «¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada? En todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó. Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni lo presente ni lo futuro ni criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro».

[22] Cf. Ct 8, 6.

[23] Cf. Hch 2, 44-47.

[24] 1Co 13, 4-8.

[25] 1Jn 4, 16.

[26] Plegaria eucarística I.


 

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